Public Commentary / 22 March 2023

Los debates que hay que dar sobre la agenda del ELN

La agenda de negociación definida entre el Gobierno de Gustavo Petro y la guerrilla ha generado controversia, y resulta clave que esto no se quede en polarización política

La agenda de negociación definida entre el Gobierno de Colombia y el ELN ha generado controversia, y resulta clave que esto no se quede en polarización política entre visiones ideológicas o experiencias de distintos Gobiernos, sino que contribuya a darle sostenibilidad y sustancia a este nuevo esfuerzo por ponerle fin al conflicto con esa guerrilla.

Este proceso le sigue en el tiempo a un Acuerdo que logró desmovilizar a más de 13.000 excombatientes, ponerle fin a las FARC como las conocíamos, proponer e iniciar una serie de reformas transformadoras en los municipios más vulnerables a la violencia y crear el sistema integral de justicia transicional más ambicioso que se ha conocido en el mundo.

Si el Acuerdo de 2016 nos enseñó algo, es que es viable lograr acuerdos transformadores y compromisos para poner fin a la violencia, llevar a cabo desmovilizaciones efectivas y pensar juntos en cómo abordar las atrocidades del pasado. En Colombia ya sabemos que podemos firmar un Acuerdo de Paz ambicioso y ponerlo en marcha.

En este sentido, el debate sobre el “Acuerdo de México” no debería versar sobre quién hizo más en cuántos meses, quién es más incluyente o quién privilegia un formato de negociación. Eso solo agudiza la polarización que ahora pareciera existir entre sectores que han tenido la paz como proyecto de vida; contribuye en poco o en nada a la urgencia humanitaria e histórica de ponerle fin al conflicto y de que las armas dejen de ser el vehículo para reclamar o proponer transformaciones.

Podríamos empezar por dar tres debates que caben en lo que plantea el “Acuerdo de México” y ayudan a darle concreción, buscando que nutran lo que se hable en la Mesa y envíen un mensaje de urgencia y de oportunidad.

El problema de las armas

El modelo de Irlanda del Norte, tan mencionado por estos días en el debate, en el que el desarme tardó siete años, tiene que ser estudiado con cuidado porque generó enormes tensiones y desconfianza entre las partes e implicó que tuvieran que pasar esos siete años para que el IRA renunciara completamente a la violencia.

También en 1957, por voluntad propia, la resistencia campesina de Marquetalia guardó sus armas en una caleta para siete años después sacarlas e iniciar lo que hasta el 2016 conocimos como las FARC. En La Habana las FARC alcanzaron a pensar en guardar las armas, pero se sumaron a la idea de que la participación política y el Acuerdo sólo eran viables si las dejaban, aceptando hablar de “dejación de armas”, no de entrega. Ese fue el término que quedó.

Necesitamos que este sea un tema central que invite al ELN a participar -sin armas- de las transformaciones, que no se pueden hacer sin ellos pero tampoco con armas que puedan volver a utilizarse en cualquier momento. En México, por ejemplo, una de las circunstancias que más alimenta la violencia y la criminalidad, incluso por encima del narcotráfico y otras economías ilegales, es la circulación y existencia de un número tan elevado de armas.

El énfasis que tiene el discurso del ELN en la participación y protección de la población civil necesita de un cese de hostilidades y requiere que desaparezcan las armas de la ecuación, que siempre son una fuente de sufrimiento, zozobra e inestabilidad de los procesos.

Si la participación de la sociedad civil sobre todos los temas “que atañen a la democracia y a las transformaciones para la paz” –que según la agenda es el eje central del proceso-, llama la atención que el uso de las armas no aparezca allí. Seguramente las comunidades del Chocó que el pasado 25 de febrero enfrentaron un paro armado del ELN quisieran también pronunciarse al respecto.

Por dónde empiezan las transformaciones para la paz

La resiliencia y el empoderamiento de las comunidades que tanto han luchado por la construcción de paz deja ver que las transformaciones no son solo una tarea del Estado, y que quienes mejor pueden guiarla son las comunidades.

Al respecto, el punto 3 de la agenda sobre transformaciones para la paz plantea “pactar políticas y un plan integral de transformaciones, mediante la implementación de proyectos específicos del orden nacional y territorial, con la participación de la sociedad, que haga viable una Colombia en paz, en democracia, soberana, con equidad y justicia social, donde se haga innecesario el uso de las armas para impedir o alentar tales transformaciones”.

Es difícil pensar que estas transformaciones puedan darse en medio de violencia, amenazas, extorsión e incertidumbre. Difícilmente las pondrán en marcha las instituciones centrales o locales sin antes buscar garantizar algún nivel de seguridad.

Como la presencia de otros grupos armados operando en las mismas zonas que el ELN complica la secuencia, es posible que varias cosas deban pasar de manera simultánea, y que la puesta en marcha y verificación de esas transformaciones tome varios años. Por eso, para lograr el fin del conflicto, a las partes no les conviene pactar y mucho menos ponerse de prerrequisitos obligaciones que van más allá de la Mesa, cuyo cumplimiento difícilmente puede medirse con inmediatez. Al Gobierno de Petro y al ELN les conviene evitar hechos de violencia o intimidación que opaquen los esfuerzos de transformación, que de por sí tienen muchos obstáculos.

El miedo al incumplimiento

Es usual que en una negociación de paz la desconfianza entre las partes esté presente antes, durante y después del acuerdo. Esto, sin embargo, se puede resolver -o cuando menos atenuar- con metodología, garantías y mecanismos para corregir cualquier incumplimiento.

La agenda plantea lo que ha sido el deseo de todos los procesos, que puedan “trascender la voluntad explícita del presente gobierno y constituirse en mandatos de Estado.” La verdadera garantía para el ELN de que este o futuros Gobiernos le cumplan no está en conservar las armas o exigir que se salden deudas históricas y se garanticen esas transformaciones previamente, sino en pasar rápidamente a la vida civil para sumar esfuerzos en el cumplimiento de esos Acuerdos.

De hecho, lo que más confianza le daría a el ELN o a cualquier otro grupo frente a la posibilidad de que el Gobierno cumpla, es que la arquitectura institucional y los procesos en marcha del Acuerdo con las FARC, que hoy son el vehículo más fácil porque ya están en funcionamiento, se tornen en una prioridad en narrativa, pero sobre todo en acciones.

Efectivamente, la voluntad política que tiene el Gobierno para negociar, su legitimidad entre comunidades que históricamente se han visto tan afectados por el conflicto, y la invitación que hace la Mesa a que este proceso venga de la mano con un “Gran Acuerdo Nacional” son elementos del contexto que representan una oportunidad única que no se puede dejar pasar. Pero ese Gran Acuerdo empieza por poner a trabajar juntos a todos los sectores que han buscado ponerle fin al conflicto y construir la paz durante décadas, y aprovechar el acumulado que tenemos en metodologías y aproximaciones a la negociación y a la construcción de la paz.

Originally published in El País.