Public Commentary / 25 May 2018
Cómo salvar la paz de Colombia
Era previsible que la paz en Colombia enfrentara dificultades. Era previsible en un país que sigue teniendo grupos criminales que amenazan a la población civil, otra guerrilla activa —el Ejército de Liberación Nacional (ELN)— que está presente en buena parte del territorio, 144.000 hectáreas de cultivos ilícitos, 8,6 millones de personas que sufrieron el impacto del conflicto armado por más de medio siglo y una tasa de pobreza que afecta a uno de cada tres colombianos en las zonas rurales.
Por si fuera poco, las campañas electorales rumbo a la primera vuelta de las presidenciales —el 27 de mayo— han dejado tambaleante el proceso de paz. Iván Duque, el candidato del partido del expresidente Álvaro Uribe, encabeza cómodamente las encuestas y representa al amplio sector político que lideró la campaña del no al plebiscito por la paz de octubre de 2016, que después de ganar obligó a una revisión del acuerdo firmado por el presidente Juan Manuel Santos con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc). Duque también ha sido uno de los críticos más destacados de la participación política de la exguerrilla y del sistema de justicia transicional derivado del acuerdo. Las dificultades del presente pueden transformarse muy pronto en una crisis que ponga en riesgo los acuerdos y amenace la paz.
Para conjurar esta posibilidad y salvar la recién adquirida pacificación de Colombia, se necesitan los mismos tres ingredientes con los que se llegó a la firma del acuerdo y que ahora la tienen en jaque: credibilidad, voluntad política e inclusión. Y un nuevo gobierno puede ser el vehículo para esto.
La credibilidad fue clave para que el gobierno de Santos y las Farc se sentaran y firmaran la paz; pero se vio fuertemente afectada desde que más del 50 por ciento del país dijo no en el plebiscito del 2 de octubre de 2016. Este resultado aumentó la polarización y reforzó la división interna entre quienes apoyaban y quienes rechazaban las negociaciones.
El gobierno se sentó con la oposición a revisar lo acordado, pero pese a los cambios significativos en el nuevo acuerdo, aprobado por el Congreso y la Corte Constitucional, la oposición siguió insistiendo en que los colombianos lo habían rechazado democráticamente y que, aun así, el gobierno lo estaba imponiendo.
Ni siquiera hechos históricos como el desarme de aproximadamente ocho mil guerrilleros en solo ocho meses hizo confiar en la paz a la escéptica Colombia urbana.
En el escenario de un gobierno saliente con muy baja aceptación y una oposición con altísima popularidad, dos mensajes contradictorios, pero igualmente pesimistas, reverberan en la población. El primero es la impunidad: la percepción de que las Farc no entregaron todas sus armas y bienes, que muchos exguerrilleros continúan vinculados al narcotráfico y que, por tanto, no habrá justicia. El segundo afirma que el gobierno incumple el acuerdo porque aún no ha hecho llegar la inversión pública a los territorios que fueron más castigados por la violencia, no ha logrado avances consistentes en la reincorporación a la vida civil de los exguerrilleros y no consiguió que se aprobaran todas las normas necesarias en el Congreso. Estos factores también le han restado confianza a la paz.
Después viene la voluntad política. Pese a las diferencias con la oposición, Santos puso los diálogos de paz en lo más alto de sus prioridades hasta conseguir firmarlos. Sin embargo, en su implementación perdió el impulso.
Poner a andar la “paz territorial” de la que habla el acuerdo requería una enorme capacidad de coordinación y significaba hacer algo que ningún gobierno había hecho antes: llevar las instituciones del Estado a los territorios. Y eso se logró gracias a la voluntad política. Pero ni la Alta Consejería para el Postconflicto ni las otras entidades que Santos creó han logrado que las inversiones sociales y productivas lleguen a donde están destinadas a la velocidad necesaria y, al contrario, el manejo de los recursos está generando dudas serias.
Lo anterior, sin embargo, no quiere decir que el único camino a futuro sea hacer trizas el acuerdo ni que ya sea muy tarde para ponerlo en práctica. Para el nuevo gobierno —que comenzará en agosto— podría resultar más costoso deshacer los avances de la paz que consolidarlos.
Producto del proceso de paz, 225 municipios (de 635) han sido declarados libres de minas antipersonales, 97 normas —que abarcan desde la justicia transicional y la participación política hasta el desarrollo rural y la reintegración— están listas para entrar en funcionamiento, la tasa de criminalidad a nivel nacional ha bajado a niveles históricos y la agricultura ha crecido en un 4,9 por ciento. Y, lo más importante, las Farc dejaron de ser un grupo armado y entraron en la vida política con el partido Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, que obtuvo más de 85.000 votos en unas elecciones legislativas transparentes y democráticas.
Además, ya está funcionando un Sistema integral de Verdad, Justicia, Reparación y no Repetición para satisfacer los derechos de las víctimas a la verdad, la justicia y la reparación. Este sistema incluye el primer tribunal en el mundo originado en una mesa de negociación para juzgar y sancionar a los responsables de los crímenes más graves.
Con voluntad política, el nuevo gobierno puede capitalizar estas conquistas.Finalmente, está la inclusión. La negociación de la paz permitió incluir a las Farc en las discusiones sobre cómo emprender las transformaciones que necesita Colombia. El nuevo gobierno puede incluir en la fase de implementación a todos aquellos que durante la campaña del plebiscito decían “Paz sí pero no así” y que hoy se sienten excluidos.
Después de distintas conversaciones con los líderes del no al acuerdo de paz, hemos visto desde el Instituto para las Transiciones Integrales (IFIT) que su oposición no les amarra las manos para que, en un posible gobierno, aprovechen los esfuerzos que Santos inició.
En medio del radicalismo y la polarización de las elecciones, es necesario recuperar los puntos de encuentro desde los cuales se pueden forjar consensos políticos.
Las distintas facciones coinciden en la necesidad de garantizar condiciones de seguridad en los territorios más afectados por el conflicto, garantizar servicios básicos como educación y salud, asegurar la reincorporación de los excombatientes, promover la reconciliación y reparar a las víctima. Estos mecanismos de justicia transicional han funcionado en otros países con conflictos armados, por ejemplo, Irlanda del Norte. En 2006, distintos partidos políticos superaron la polarización y concertaron preservar el acuerdo de paz de Saint Andrews. En la Colombia de 2018, el nuevo gobierno debe buscar la reconciliación y dejar atrás las posiciones más radicales.
Los excombatientes de las Farc tendrían que desprenderse de la letra menuda del acuerdo, comprender con humildad el dolor de las víctimas y de una sociedad que lleva más de cinco décadas con la violencia de las guerrillas, y valorar la importancia de la legitimidad del proceso.
El próximo presidente, por su parte, tendrá las mismas obligaciones sociales y deudas en seguridad en los territorios más afectados por el conflicto que sus antecesores. Por eso, debería cumplir los compromisos con las víctimas y los desmovilizados y, sobre todo, impulsar las medidas de desarrollo rural y participación política planteadas en el acuerdo y pensadas para prevenir la reinstauración del conflicto armado. Sin inclusión, la paz podría escurrírsenos de las manos.
Una adecuada combinación de confianza, voluntad política e incorporación de todas las fuerzas políticas garantizaría que el proceso de paz en Colombia pueda sobrellevar las incertidumbres actuales y asegurar una paz duradera.
Originally published in The New York Times.